La pequeña Marianne tenía fiebre. No era nada grave, pero la niña estaba muy asustada. Le dolía la tripita y la cabeza. Tenía frío durante un rato, y después tenía calor. Su madre le obligaba a estar todo el día en la cama, así que se aburría un montón. Su única compañía era su abuelita.

Leían cuentos, hablaban y él la tranquilizaba. Marianne le hacía muchas preguntas, sobre todo al acercarse la hora de dormir:

—¿Tú has visto a alguien que estuviera tan malita como yo, abuela?

—Cuando era joven un catarro enorme hizo que todos nos tuviéramos que quedar en casa.

—¿Era un catarro muy grande?

—Mucho.

—¿Y quiénes eran todos? ¿Mamá y tú?

—Todos quiere decir todos. Todo el mundo.

—Pues no me lo creo.

—Pues no te lo creas…

—Y ese catarro… ¿hacía que os sintierais tan mal como yo?

—Más a menos. Hacía que nos doliera la cabeza, la garganta y el pecho. No nos dejaba oler ni saborear.

—¡Es horrible! ¿Y cómo lo vencisteis?

—Enviamos a un montón de guerreros y princesas a luchar contra él.

—¿Y ganaron?

—¡Claro! Todo lo malo se pasa. ¡Y ahora a dormir, cariño!

La abuelita le dio un beso en la frente a Marianne y se dispuso a salir. Y cuando ya estaba en la puerta, escuchó su vocecita:

—Me has mentido. No existen las princesas y los caballeros.

—Sí que existen. En mi época los llamábamos enfermeras y policías. Pero tengo que decirte que, de todas las princesas, tú eres mi favorita.

 

Pablo Menéndez Fernández

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