Yo nunca lo vi. Solo retratos que hacían de él. Pero te aseguro que era tan pequeño y minúsculo que hasta era microscópico. Y le encantaba viajar. Pero no lo hacía solo, pues lo suyo era ir en grupo, volar de aquí para allá y esparcirse alegremente por doquier. Eso sí: siempre a la aventura. Nunca sabía cuál sería su destino final. Si tenía un poco de suerte, llegaba al cuerpo de un animal, incluidas las personas. ¡Y allí montaba con sus amigotes unas fiestas que ni te imaginas!

Pero esas fiestas les sentaban muy mal a los humanos. ¡Fatal! Muchos se ponían enfermos y tardaban en recuperarse. Otros no lo lograban y acababan trasladándose a un misterioso barrio llamado «El Otro», y que nadie tiene claro dónde está, porque nunca más vuelven de allí. La gente, como es natural, tenía miedo. Tanto que hasta los niños se libraron de la escuela. Pero no podían quedarse en la calle jugando. Todos se tenían que quedar en sus casas. ¡Bicho malo! ¿Entiendes por qué nadie lo quería?

La gente estaba nerviosa, preocupada y encerrada. Pero… ¿sabes? Aún quedaban las ventanas, los balcones: nuestra única salida al exterior. Un día, mi vecino sacó su teclado al balcón y empezó a tocar para todos. Y resulta que otro vecino de enfrente se le sumó con su saxofón. Y otra de más allá, con su guitarra. Y teníamos sesión musical gratis cada tarde.

Pasados unos meses ya no hubo más bichos. No podían recorrer distancias tan largas y se morían. Y nosotros, al fin, pudimos salir a la calle. Eso sí: ahora conocíamos mucho mejor a nuestros vecinos y nos sentíamos más unidos que nunca.  Ya ves, «Todo lo malo tiene su lado bueno».

Vanessa Ordovás

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