Me preparé, como todos los días, y me marché a trabajar al hospital con mi mascarilla y mi traje verde. Había pasado ya la mitad de la jornada cuando recibí una llamada: era vuestro padre. Él tenía entonces 10 años, estaba haciendo las tareas del cole que le mandaban a través de internet y, sin saber por qué, se levantó de la silla y cogió de la estantería que tenía sobre la cama, un marco de fotos y una hucha. En el marco aparecía su abuelo, mi padre, posando junto a su moto, con el casco en la mano y sonriendo. Y la hucha era un cerdito de barro que le había regalado cuando nació. Vuestro padre me contó que no sabe el motivo, pero que sintió la necesidad de acariciar en aquella foto la cara de su abuelo, una piel que no recordaba haber tocado nunca, pues era muy pequeño cuando el abuelo se marchó. Al otro lado del teléfono yo sonreí. Ese viernes, mi padre, su abuelo, vuestro bisabuelo, hubiera cumplido años, y de alguna manera, trataba de decirnos algo. Algo como «no os preocupéis, seguiré cuidando de que todo vaya bien». Y así fue. Creo que ese mismo día descubrí que tenía superpoderes, porque desplegué mi capa verde y cuando empezaron los aplausos desde ventanas y balcones, eché a volar.

Virginia Rodríguez Herrero

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