El futuro de la China interior se decide empapado en alcohol. Para cuando los dos primeros representantes del gobierno aparecen en la cena, apenas si se tienen en pie. Se tambalean hasta sus sitios con las caras descompuestas en extrañas muecas. Cada uno va de la mano de un asistente. Uno de estos lazarillos es una mujer muy joven, que a cada paso esquiva como puede los envites insinuantes de su jefe. Llegan, dicen, para hacer un brindis con nosotros. La traductora confiesa que apenas si entiende lo que dicen. Tienen la cara atravesada por manchas rojas, casi una especie de sarpullido etílico.

Se sirve una nueva ronda de Bai Jiù y para entonces ya llevábamos varias. El Bai Jiù es el fortísimo licor de arroz con el que se brinda constantemente en cenas y con el que se cierran todos los acuerdos importantes. Cuanto mayor es la cuantía del contrato en cuestión, más caras son las botellas. Algunas cuestan muchos cientos de euros, incluso miles. Hay muchas cosas en juego y no es plan de echarlas a perder por no aliñar al responsable de turno con el caldo adecuado. Los arquitectos emborrachan a los políticos, los políticos a los arquitectos y a otros políticos, los constructores a los arquitectos y los políticos y los políticos a los constructores. Después de unos cuantos días por aquí, no creo que haya encargo profesional, ascenso, acuerdo político o cualquier otro trato profesional, amoroso o personal que no se moje hasta los huesos en destilados de arroz.

Los anfitriones deben brindar con toda la mesa, o con cada una de las mesas cuando hay más de una, y uno por uno con cada uno de los comensales. Tras los dos primeros, aquello se convierte pronto en un carrusel de políticos en polo de rayas viniendo a presentar sus respetos a los forasteros. De todos ellos debemos aceptar que nos sirvan o nos rellenen el vaso, casi siempre hasta que el licor te chorrea por los dedos. Es una ecuación exponencial sin salida. No hay forma de escapar, al terminar el vaso hay que mostrar el fondo al compañero de brindis para asegurar que, en señal de respeto mutuo, se ha apurado hasta la última gota. Cualquier estratagema es buena: disimuladamente dejar caer la mitad del vaso por debajo de la mesa, empapar una servilleta que por la bendita capilaridad es capaz de sacar la mitad del veneno a través de un sólo piquito sumergido, sonreír tras el brindis con el licor aún en la boca y luego soltarlo en el vaso en el que finjo beber té (ésta resulta ser la mejor de todas)… como veis todas técnicas descaradísimas a los ojos de un sobrio, pero espero que invisibles en los de un político borracho. Los largos discursos previos sobre eterna amistad dan una pequeña tregua en el ritmo etílico endemoniado y unos instantes preciosos para aplicar cualquiera de los trucos anteriores.

Pero hay que andarse con cuidado, también nosotros nos jugamos mucho en estos tragos de licor y el arte de manejarse por estos caminos borrosos no es nada fácil, sobre todo cuando se juega con profesionales con una técnica forjada en años y miles de millones de yuanes. En algunos de los brindis se prometen delante de nosotros grandes contratos, rondas a las que de repente no estamos invitados y de las que claramente nos dicen que no podemos participar si, confundidos, nos levantamos alegres para unirnos a ellos. Un tirón del brazo y un frío “sit down, not your responsability”, nos deja plantados con cara de póquer hasta el próximo brindis.

Los políticos despilfarran cantidades ingentes de dinero en grandes comilonas y borracheras. La situación ha llegado hasta tal punto que, según el “China Daily”, va a tratarse en el “parlamento” para intentar aprobar una ley que restrinja el pago de estas bacanales con dinero público. A juzgar por las cantidades que se pagan por algunos de los jugos más preciados, no parece descabellado pensar que la burbuja urbanística lleva de la mano una no menos explosiva alrededor de las bebidas que alicatan el bum inmobiliario. Un importante urbanista chino, WH, nos contaba que estamos ante uno de los mayores problemas de China y que la relación de algunos dirigentes con el alcohol empieza a tener una peligrosa influencia en la forma de las ciudades.

En la cena, los ritmos y los tiempos nos son extraños y desarman nuestra técnica de latinos encantadores. La comida ya esperaba en la mesa cuando llegamos al restaurante. Nos recibe un camarero sonriente que se encarga de que no falte de nada: dirige un pequeño ejército de camareros-hormiga, una tras otra va abriendo cajas doradas de las que saca botellas y botellas, de cuando en cuando mueve suavemente con los dedos la gran bandeja giratoria donde se amontonan los platos y hasta el final no deja nunca de pedir más y más comida. La reunión camuflada de banquete termina de forma abrupta, dejándonos con la palabra en la boca, cuando uno de los políticos dice “gracias” y se levanta de forma irreversible. El silencio que sobreviene se hace interminable y un poco amargo.

Nada de largas sobremesas donde colocar algún tema olvidado. Tan sólo tenemos tiempo para encajar una última sonrisa forzada a destiempo. Durante la cena la mayor parte del tiempo se estuvo hablando de si en España había tal o cual comida, si comíamos esto o aquello, de quién era más gordo que quién o parecía más joven, sólo en frases entremetidas aparecían por sorpresa preguntas directísimas sobre nuestras intenciones profesionales, antes de volver inmediatamente a temas banales.

En cierto momento, nuestro socio local, ahora ya buen amigo también, se encarga de decirnos quién es cada cuál. Es necesario un guía fiel en este complejo entramado de relaciones, pues la gente interpreta papeles inesperados para nuestros ojos inexpertos. Es un protocolo envenenado. Los dos borrachos, que en un primer momento pensé que venían a montar jaleo, resultaron ser los dos políticos que veníamos a ver y el aplicado camarero jefe, uno de los hombres más influyentes de la ciudad.

Marco Polo.

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