Esta absurda historia comienza en el año 2003.

Por aquel entonces yo era un estudiante de periodismo internacional. Para agregar ese apellido de «internacional» a mi licenciatura era indispensable estudiar un año en una universidad extranjera. En mi caso la elegida fue una pequeña, remota y fría universidad perdida en las montañas de Pensilvania (EEUU).

Sobra decir que durante el curso anterior me había preparado a conciencia para mi «gran aventura americana». Tras nueve meses apretándole las tuercas a mi inglés, me sentí listo, dispuesto. En forma.

Pero fue pisar el aeropuerto de Philadelphia y pensar que me estaban gastando una broma.

«Eso» que hablaban aquellas frenéticas personas de mi alrededor no podía ser inglés. ¿Esperanto?, quizás. O algún dialecto aborigen pensilvaniense. ¿Pero inglés? ¡Si cada vez que descifraba una palabra de megafonía me daban ganas de llorar de emoción!

Sobreviví y llegué al campus correcto solo gracias a dos compañeros italianos que me hicieron de intérpretes (Danielle, Sonia, os debo una).

Al día siguiente, decepcionado y perdido, me matriculé en la asignatura «English 101» pensando que aquella clase tenía como objetivo mejorar tu inglés.

Bien, amigos y amigas, os contaré algo para evitaros un posible disgusto: el curso «English» equivale a nuestra «lengua y literatura», es decir, cuatro meses de lecturas obligatorias, redacciones improvisadas y presentaciones en público. ¡Un curso desde luego no apto para monolingües españoles como yo!

Sin nada que hacer por deshacer el entuerto, me enfrenté a la primera de las lecturas obligatorias, un libro que me resultaba familiar pero que no había leído nunca: El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde.

Cuarenta minutos después aún no había pasado de la primera página.

«Mr. Utterson was a man of a rugged countenance, that was neverlighted by a smile; cold, scanty and embarrassed in discourse».

Perdona, what?

Aquello no había quien lo entendiera. Cuando, tras esfuerzos sobrehumanos, alcancé la página tres, decidí que era un buen momento para un descanso en cafetería con Danielle y Sonia.

Sobra decir que no volví a abrir ese libro; ni ese ni ningún otro de la asignatura.

En realidad, no volví a abrir ese libro en su edición inglesa. Porque una de las primeras cosas que hice al regresar a España fue hacerme con una copia en castellano.

Me encantó.

¿Fue entonces cuando recibí mi bofetón literario? No tan deprisa.

La trama era fascinante, y admiré la escritura de Stevenson, pero la historia estaba tan manida que no me sorprendió.

El bofetón aún tardaría 15 años en materializarse.

Verano del año pasado. Acababa de aceptar un empleo en Sevilla como monitor de campamento bilingüe. El trabajo estaba a cuarenta minutos de mi casa en un trayecto que transcurría por una interminable carretera antes de terminar en las calles sevillanas. Eso, cuando vas montado en una scooter que tiembla como un camello en Alaska cuando supera los 60 kilómetros por hora, es duro.

Y he aquí que voy a reconocer un delito (espero que me guardéis el secreto): sé que si vas conduciendo es ilegal ponerse auriculares. Pero aquellos monótonos viajes agotaron mi paciencia. Como no soy fan de las tertulias políticas, y me niego a castigar mis oídos con el reguetón constante de las radios musicales, me descargué una aplicación de audiolibros para endulzar aquellos trayectos.

Quiso el destino que el primero que me llamó la atención fue una espectacular versión teatralizada de El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde —una edición muy cuidada realizada por Sonolibro, empresa andaluza.

Aquella fantástica narración del clásico de Stevenson fue lo que me abofeteó.

«¡Utterson, te lo juro por Dios! ¡Te juro que jamás volveré a verle! ¡Te doy mi palabra de caballero de que he terminado con Hyde para el resto de mi vida!».

¡Fantástico! ¡Qué manera de transmitir una historia! ¡Qué energía, qué desgarradora pasión, qué realismo! Al momento sentí que me elevaba de mi Yamaha y me transportaba a lo más profundo del londinense barrio del Soho; me imaginé espiando a Hyde tras esquinas oscuras, controlando sus movimientos, buscando explicación al misterioso enigma de las idas y venidas del doctor Jekyll, antes admirado, ahora repudiado por aquella sociedad estirada.

Olvídate del Soho.

Cuando recuperé el sentido de la realidad, donde me vi fue en un barrio de Sevilla que no me sonaba de nada: los edificios me resultaban ajenos; la carretera, desconocida; las aceras estaban casi desiertas; había semáforos cada dos metros. ¿Dónde me había metido?

Rebobiné la película de mi memoria y encontré el preciso instante en el que me había saltado la salida de la carretera (¡Utterson, te lo juro por Dios!).

Me arremangué el cortavientos con un mal presentimiento, rescaté mi reloj de pulsera de la presión de las prendas, y miré la hora.

Las 9:10.

Era tarde. Era muy tarde. ¡Y ni sabía donde estaba! Ya me podía ir despidiendo de mi trabajo de verano. Cuando uno trabaja con niños, la impuntualidad es el octavo pecado capital.

Azotado por la angustia, giré la moto y aceleré de vuelta saltándome los semáforos, atajando por las aceras, dando a los escasos viandantes el susto de sus vidas (si mantengo el carnet de conducir después de este relato será un milagro).

Llegué a la oficina a las 9:20. Abrí la puerta de un empujón, me arranqué el cortavientos al más puro estilo Hulk Hogan, tiré mi casco por ahí como si fuera una bola de bolos, entré en mi puesto… y no vi a más de tres o cuatro personas.

—¿No te has enterado? —me dijeron—. Han cortado el puente de las Delicias y se ha formado un atasco por toda Sevilla de no te menees. La mayoría de los niños aún están de camino, sus padres nos están llamando desesperados, ¡es un caos! Pero, ahora que lo pienso, Chule, ¿tú no venías en moto? ¿A ti qué te ha pasado?

Pues que me han dado un bofetón literario, habría respondido si me quedara aire en los pulmones.

¡Que el doctor Jekyll me ha tenido en su laboratorio jugando a los experimentos!

Chule Fergu

chulefergu@gmail.com

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