Desde la antigüedad el hombre ha observado con curiosidad la bóveda celeste, esa “manta” al alcance de nuestros ojos durante una noche despejada, buscando respuestas a preguntas irresueltas o el porqué de sentencias irrevocables. A menudo estos hombres de ciencia fueron malinterpretados, incomprendidos y, lo que es peor, perseguidos por el simple hecho de aportar una mirada diferente, singular.

Uno de los acontecimientos estelares más glosados a lo largo de la historia de la humanidad es la lluvia de estrellas que cada otoño surca nuestro cielo con mayor o menor actividad, dependiendo del hemisferio desde el que lo divisemos. Diferentes historiadores documentaron la aparición de estos meteoritos en sus textos desde el siglo X al XVII.

No fue hasta 1864 cuando el astrónomo norteamericano H.A. Newton descifró el origen de las brillantes estrellas fugaces. Este se correspondía con la colisión del cometa Tempel-Tuttle proveniente de la constelación de Leo, cediéndole su nombre, con nuestra atmósfera en su órbita elíptica.

Este encuentro de cometa y atmósfera esperado por tantos aficionados y estudiosos de la astronomía, se produce puntualmente entre el 15 y el 21 de noviembre. Como cualquier otro, es advertido con mayor facilidad en espacios altos, alejados de contaminación lumínica y con cierta facilidad: unos simples prismáticos nos permiten disfrutar de un espectáculo de luz y color inigualable y gratuito. Si tenéis buena ubicación y condiciones favorables, echad una mirada al cielo.

Sirvan estas letras de modesto homenaje a quienes lucharon, y luchan también hoy en diferentes ámbitos, por interpretar nuestro mundo alejándolo de ignorantes prejuicios y supersticiones, a veces arriesgando su vida o fama, así como de invitación a contemplar lo desconocido con mirada abierta y tolerante.

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