Nuestro avión comienza el descenso con una serie de ruidos rutinarios, secos, como si cogiéramos un mal bache, ése que siempre genera un ligero sobresalto al recordarnos que no tocamos el suelo y que por tanto no debería haber piedras ni agujeros en el camino. Sin embargo algo ocurre, sentimos la espalda apretarse contra el asiento y remontamos el vuelo. Al parecer cambiamos de aeropuerto en el último instante. Miro por la ventanilla y veo una densa niebla negra.

Sobrevolamos Shanghai a muy baja altura, todo un lujo por otro lado, así que yo voy encantado con la frente pegada al cristal. Es de noche y la ciudad nos mira desde abajo con su característica red de calles iluminadas y grandes agujeros negros. La niebla convierte la luz en un líquido viscoso y la imagen está más cerca lo microscópico que de lo real. La luz amarilla de las farolas se distorsiona en enjambres de luz atrapada.
Es la contaminación la que impide al piloto ver la pista, creo que no lo había dicho aún.

En su explicación en inglés de andar por casa, el comandante nos dice literalmente “los recursos de aterrizaje se estaban agotando rápidamente y nos hemos visto obligados a dirigirnos al aeropuerto de Pu-dong”. Quizás no iba tan desencaminado nuestro sobresalto, así que prefiero refugiarme en los posibles errores semánticos del que habla en una lengua que no controla.

Al levantarnos a la mañana siguiente y salir a la calle, las glándulas salivares nos devuelven un regusto amargo y constante, ligeramente adictivo incluso, como cuando pedaleas detrás de una vieja motocicleta, cruzas una calle entre los autobuses en marcha o echas gasolina.

El cielo es el de Saturno. Cuando el sol nos descubre su contorno perfectamente circular y nos deja mirarlo directamente a los ojos, nuestra mente busca en el cielo las otras treinta lunas. Es imposible negar la fotogenia de la contaminación. Los contornos cuadrados surgen de la bruma como montañas redondeadas.
Esta mañana Shanghai ha corrido una cortina de humo y la nueva clase media china y los “yuppies” (del inglés: young  urban professional) occidentales, que viven (o vivimos) como embajadores, ven de repente truncado sus sueños de grandeza. Como antídoto fallido, la obsesión por lo ecológico hace tiempo que se extiende por aquí. En la puerta de muchos restaurantes, grandes carteles muestran idílicas granjas como de la Toscana asegurando que allí sólo se cocinan alimentos producidos por ellos mismos. Los rumores, leyendas y escándalos constatados son cada vez más frecuentes: que si decenas de restaurantes han recogido cerdos sacrificados de la orilla del río al que habían sido lanzados ilegalmente; que si un campo de sandías se ha convertido en un campo de minas frutales, con granadas en vez de sandías y metralla de pepitas; que si se han descubierto refinerías de aceites usados capaces de devolver un maravilloso tono dorado a cualquier residuo de freidora… no les falta razón entonces a los que tratan de reducir los venenos ingeridos sin intención lúdica, ¿pero de qué les sirve si respiramos una nube tóxica?Me falta el aire, siento un desagradable cosquilleo en las costillas, las costuras no están en la posición adecuada ¿dónde puedo comprarme unas cuantas mascarillas?

Mucha gente ya las lleva, herméticas contra sus caras planas. Me cruzo con ellos y ellos me aguantan la mirada, escondidos detrás de su filtro. Muchos las cubren con fundas de estampados psicodélicos. Cuando son mujeres hermosas hacen volar la imaginación, como si en cualquier momento pudieran sacar extraños instrumentos sexuales a juego con sus mascarillas y nos guiaran a través de las últimas noches antes del holocausto nuclear.

El sabor en la boca es claramente apocalíptico, no me había dado cuenta hasta ahora.

Las calles se asfixian. Creo que la ciudad arrastra un serio problema con el tabaco y además tiene asma. Sólo los que la hemos sentido, sabemos la maravillosa sensación que inhalar salbutamol produce en los que se ahogan, aunque creo que hoy Shanghai se dejó el ventolín en la otra chaqueta.

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